miércoles, 5 de marzo de 2008

Lo peor que te puede pasar

Encontré este articulo volviendo de una tetería en Madrid, no se que fue lo que me llamo la atención (quizá su nombre: Lo peor que te puede pasar; quizá su sección: Hartículos; quizá la foto de una lapida junto a él... ) la cosa es que decidí llevarme esa pagina del diario ADN y leérmela con más tranquilidad. Una pequeña joyita.

Lo peor que te puede pasar no es acabar en un hoyo. Lo peor que te puede pasar no lleva ningún epitafio, ningún karma, ningún porqué. Casi nadie habla de ello, porque nombrar lo peor que te puede pasar es como admitir que alguna vez te ha pasado, y eso pinta tan agradable como lamerle las pústulas a un leproso terminal.

A los que se atreven a pronunciarlo, les basta con dos palabras, que por separado parecen inofensivas, pero que juntas pueden llegar a resultar tan devastadoras como la halitosis de cualquier obispo acusado de pederastia. Y es que lo peor que te puede pasar es quedarte solo.

Perdona si me temo que también es lo único.

La familia va haciendo lo que tiene que hacer, copiar y pegar lo peor de cada casa, y así desaparecer por turnos. Cada nuevo eslabón generacional empuja a los demás al fondo del abismo del olvido, llevándose con ellos millones de casualidades que en su día hicieron que llegáramos a existir. Lo que daría hoy por entrevistarme un rato con cualquiera de mis tatarabuelos y preguntarle cómo y si realmente se enamoró, por qué de ella y no de cualquier otra, por qué ese día, y no después.

Los amigos, familia elegida, van emprendiendo uno a uno viajes de ida al país de las parejas, al de los trabajos, al de los aviones, al de los padres, al de nunca jamás. Y allí se instalan. Claro que puedes visitarlos, pero siempre con visado de turista. O con llamadas, mails y mensajitos, neocostumbres que mantienen vivo el lamentable espejismo de pensar que aún estáis ahí.

Y las parejas, amistades erigidas en familia, van cerrando episodios de este libro al que llamamos vida y que tiene la última página escondida entre las demás. Eres con quien estuviste. Eres de quien quisieras haber sido.

Supongo que en eso consiste la contrapartida de las cosas bellas, en que todas acaban por no durar. Ese fin de trayecto oscuro y desagradable llamado despedida en el que todos nos hemos tenido que bajar alguna vez. Crecer es aprender a despedirse, conocer cada vez a más gente que ya no está, saberse de memoria la dirección de los tanatorios, sonreír de tanto llorar. Porque incluso en las ciudades más espectaculares la mitad de la población vive orientada hacia cualquier norte donde nunca pega el sol.

Con la edad, las cosas van cambiando de tamaño. Las muy grandes se hacen pequeñas, y las que parecían minúsculas e inofensivas, cada vez molestan más, hasta que un día va y te matan.

Con la edad, las cosas van cambiando de color. Las muy claras se tiñen de a veces, las muy normas se van de excepción. Siempre he pensado que el matiz era cosa de viejos.

Con la edad, tienes varias preguntas para cada respuesta. Varios recuerdos para cada proyecto. Varios principios para cada final. Coincides con los críticos musicales. Comes en mejores restaurantes.

Pero nada de todo eso debe de ser comparable a la angustiosa sensación de irse quedando solo.

Por eso, siempre que noto la soledad de alguien gritada a través de sus poros, jamás se me ocurre manifestar burla, desprecio o desdén.

Miro a los que sí lo hacen y siento lástima hacia ellos. Parece que jamás se hayan quedado solos.

Y si alguna vez lo estuvieron, está claro que no supieron aprovecharlo.

Risto Mejide.

Ya de paso recomendar leer su columna en el ADN: http://www.adn.es/blog/risto_mejide/

1 comentario:

comeltiempolavida dijo...

Supongo que quizás tengas razón.